Amplios nubarrones de un
triste tono grisáceo se extienden sobre la ciudad, mientras las trémulas luces
de la mañana comienzan a gobernar esta tierra en la que los seres sufrimos y
lloramos. Me pregunto si también los ves.
Salgo de lo que antes llamábamos
nuestra casa y bajo las escaleras hasta llegar al portal, ahí me encuentro a la
anciana del 6B, me saluda con la mano y yo solo le contesto con una inclinación
de cabeza, recuerdo cómo bromeábamos sobre sus extraños sombreros y cómo cada
día tratábamos de adivinar cuál usaría, extraño eso.
Camino en dirección a la
plaza, apenas y se ven los rayos del sol, hoy todo es frío y gris, quizá el
presagio de una irremediable lluvia, recuerdo que admirábamos los días así, los
llamábamos «los funestos días de lágrimas».
Es apenas muy temprano, pero
muchos vendedores ya se encuentran listos para comenzar sus ventas, veo
rostros, tantos rostros fríos, algunos cálidos, otros tiernos y unos un poco
más endurecidos por el paso de los años. Sin embargo, por más facciones que
tengan, todos terminan pareciéndose al tuyo ¿por qué sigue ocurriendo eso?
Una densa neblina cubre la
gran plaza, mientras en una de las escalinatas una mujer de aspecto huraño está
acomodando cajas con flores, es una vendedora que inicia sus labores. De
repente, una niña con uniforme escolar, dos coletas que se mueven al viento y
una chaqueta amarilla que le cubre hasta las rodillas pasa a mi lado, corriendo
a través de la plaza para tratar de vencer el timbre de la escuela. En ese
mismo instante, una pareja de ancianos con periódicos en mano cruza frente a mí
con dirección a la cafetería que está al otro lado de la calle.
Los altos árboles que
custodian el lugar lucen casi sombríos a causa del frío clima que incluso podría
perturbar a los muertos. Extrañamente, pese al crudo ambiente, los rosales que
están alrededor del kiosco lucen una belleza inigualable, como si los frágiles pétalos
que los visten fuesen en realidad gruesos y pesados abrigos de lana, teñidos en elegantes
tonos rosas y rojos que los protegen del húmedo rocío de la mañana, pero aun así
con su tierna hermosura nadie los ve, todos pasan tan aprisa que los olvidan,
hoy nadie mira ya, nadie observa las primorosas sutilezas de la vida ¿fue eso
lo que pasó entre nosotros? ¿Dejamos de ver las sutilezas el uno del otro?
Tomo asiento serenamente en una
de las bancas de la plaza y comienzo a ver a los transeúntes que uno a uno llegan a
recorrer la plaza, veo sus ojos abiertos, pero no están despiertos; veo sus bocas,
pero están apagadas sin señales de una mínima sonrisa; veo sus cuerpos en
movimiento, pero solo es simple inercia ¿quedará algún rastro humano en su
interior? ¿Qué les ha ocurrido? ¿Dónde están los cándidos corazones que alguna
vez latieron al interior de esas cárceles de carne y hueso?
Volteo hacia la inmensa
catedral que está frente a la plaza, hecha con ladrillos de piedra caliza que
la mantienen en pie y revestida con diseños barrocos de un tiempo pasado, mostrándose
imponente ante los ojos de todo aquel que desee verla. La memoria me traiciona
y trae a mí las imágenes de la primera vez que te vi, fue justo frente a las
puertas de aquella inmensa mole que nuestros universos colisionaron. La mirabas
con tanta devoción, justo como yo te miraba a ti.
De repente, el sonido de las
primeras campanadas que llaman a los fieles para acudir a misa me devuelve a la
realidad, un par de ancianas con mantillas sobre sus cabezas entran
apresuradamente para tomar lugar en la ceremonia religiosa, mientras que las
palomas salen de sus nidos que se encuentran sobre las copas de los árboles que
están en los laterales del recinto sagrado; emprenden el vuelo velozmente y
sin mirar atrás, volando libres como si dejaran en el pasado una ciudad
fantasma. Ruego cada día para que igual que aquellas aves yo pueda dejar atrás tu
recurrente recuerdo.
Súbitamente, un helado viento
sopla las hojas de los árboles precipitándolos de un lado a otro, sin embargo, es
un viento lleno de apacible oxigeno que inunda mis pulmones, haciéndome sentir
que aún queda algo de vida en mi interior. Cierro los ojos e inhalo aquella
delicada y nostálgica atmosfera, lentamente un melancólico sentimiento de pérdida
comienza a invadirme, mientras detenidamente escucho el trinar de los pájaros,
el pregonar de un vendedor de periódicos, los ladridos de un par de perros que
juguetean en la hierba, los cascos de los caballos que tiran de una carroza y
el fino llanto de una guitarra que empieza a entonar su melodiosa música.
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