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Te miraba a través de los ojos de un niño

Muchas veces medité sobre la extraña forma en que solía mirarte, me deslumbrabas de tal forma que tenía que abrir los ojos más de la cuenta, me dejabas atónito, era como si te viera a través de los ojos de un niño; cada que volteaba el rostro hacia ti había algo que provocaba una ensoñación alterando mi percepción y haciéndote lucir como si fueras mayor, no era tu físico lo que se alteraba, pues apenas y me llevabas unos años, era algo más. Quizá y esta alteración se viera ligada a la forma en cómo te conducías, lo hacías con cariño casi como si fuera un pequeño asustado y tuvieras miedo de perturbar más mi sensibilidad. Recuerdo la primera vez que sentí uno tus besos enamorados  —así solía decirles—, lo que nunca te mencioné es que también fue el primero que recibí en toda mi vida; fue tan cálido sentir tus labios rozando los míos, podía sentir un dulce sabor a miel, tu respiración era acelerada al igual que la mía, lo que estaba pasando era algo nuevo para ambos; cerré los ojos y en mi mente todo se sentía como una de esas películas de amor melosas, el calor de tu cuerpo hacía que mi corazón diera miles de vueltas, era como sentir fuegos artificiales dentro del cuerpo y una inmensa ternura y delicadeza envolviendo tus labios. Fue como si el mundo se detuviera y pasaran siglos alrededor de nosotros hasta que pusimos fin y nuestros ojos se encontraron y amaron mutuamente.
Pasaron los días y decidimos retomar lo que habíamos comenzado, estábamos solos en tu departamento, era excitante el saber que pasaría algo más que un simple beso. Después de sentarnos en el sofá, tomaste intempestivamente mi cuello y comenzaste a besarlo sensual y apasionadamente, yo me arrojé sobre los cojines y dejé que tus labios encontraran los míos. Nuestra respiración era más elevada, los vasos sanguíneos se dilataban y el roce de nuestros cuerpos encendía la temperatura; era un vaivén de emociones. Tus labios habían transgredido los míos y ahora tu húmeda lengua acariciaba la mía, el sudor y el deseo fundidos como el acero, rozabas mis labios, yo hacía lo mismo con los tuyos, nuestras miradas se cruzaban y se incendiaban de pasión, las cosas estaban cambiando y la temperatura tensaba las cosas aún más.
Poco a poco comenzaste a distorsionar mis pensamientos, mis sentidos y mi ser. Esta distorsión sólo provocaba que buscara en ti todas las respuestas a mis cuestionamientos tal y como lo hace un niño curioso, lucías como si pudieras tener todo el conocimiento que a mí me hacía falta. Podía recurrir a ti cuando más lo necesitaba y tú me dabas la resolución que precisaba. A pesar de esto siempre me instruiste para buscar la solución por mi propia cuenta. Por un lado me agradaba, era como si en ti reposara la seguridad del mundo y no había la necesidad de preocuparme, pero por otro, me asustaba el aferrarme a este estado de despreocupación porque tal vez el día que te marcharas me sentiría desamparado. Ya no éramos simples amigos, habíamos pasado a ser amantes, amantes ocultos en la clandestinidad, esperábamos cualquier despiste de las personas que rondaban a nuestro alrededor para huir de sus inquisidoras miradas y estar a solas buscando el universo en nuestras miradas, cada encuentro era aún más subido de tono, tu cuerpo se aferraba con fuerza al mío y me besaba con furia y deseo, mordidas sensuales que aceleraban mis sentidos, cada beso dejaba un escozor en mis labios, que pedían más. Terminaba con los labios doloridos debido a tu fuerza, fuerza que me excitaba y me llevaba a un paraíso infinito.
Siempre creí firmemente en que todo aquello que nos rodeaba: el deseo, la pasión, el toque de tus manos sobre mi pelo y tus labios sobre los míos sería eterno, pero estaba en un completo error.
Recuerdo el día en que te marchaste, era una noche lluviosa pero apacible. Subiste las maletas al asiento trasero del auto, pero justo antes de subirte te paraste frente a mí apenas a unos centímetros, las gruesas gotas de lluvia resbalaban por nuestras mejillas y ninguno quería decir adiós, pero era necesario; te acercaste, tomaste mi cara entre tus manos y nuevamente pude sentir el roce de tu piel, tus penetrantes ojos me robaban el aliento al igual que la primera vez que lo hiciste cuando éramos unos completos desconocidos. Recuerdo las palabras que en esa fría y apacible noche me dijiste: —Hay un nuevo día por llegar para ambos, nunca olvides que el amor se trata de libertad y no de ataduras. Recuerda también que siempre habrá un comienzo a la vuelta de la esquina, nunca tengas miedo a la voz de tu corazón; disfruta de la libertad, felicidad y la paz que puede aportarte, crece con cada mañana y jamás dudes de ti.— Aquella noche me diste el último beso, fue el más doloroso y difícil de experimentar. La humedad de tus labios se había esfumado, la sequedad de nuestro sello de amor hacía que pareciera un desierto; tus labios sabían extraño, su sabor no era el mismo, estaban simples y vacíos. Tus ojos revelaban que habías llorado la noche anterior. Vi como el coche se alejaba entre la espesura de la noche y el juego continuo de gotas de lluvia mientras mi ser abordaba el taxi que me alejaría de ti; el peso de los recuerdos era apabullante, las caricias, las sonrisas cada mañana, las pequeñas travesuras de las que éramos cómplices, todo confabulaba mientras un vacío se abría en mi interior y una voz en mi cabeza pedía que detuviera de alguna manera la lluvia de recuerdos que me asediaba.  
A pesar de extrañar la forma casi inocente y tímida en que te miraba, me enseñaste a sobrevivir poco a poco sin tu presencia, lo sabias, sabias que algún día habríamos de separarnos y por eso te desviviste por enseñarme que la solución a todo siempre está en el alma de cada uno, así como el hecho de que debes aprender a caminar, cuidar y curar de ti mismo.
El último beso que dediqué a tu ser lo dejé estampado en la ventanilla del taxi en el que iba; quizás nos reencontremos de nuevo, tal vez nunca lo hagamos, pero me queda el recuerdo de tus besos y el dulce sabor que algún tiempo atrás tuvieron. 



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